¡Hola a todos!
Disculpen el tiempo que ha pasado, pero ¡son muchas los asuntos que me han hecho estar atrasada con el blog! Entre ellos están la lectura de varias novelas geniales como Supervivientes, Hush Hush, y la pronta publicación de mi primera novela romántica La última rosa negra que, si bien ya está terminada hace mucho tiempo, detalles importantes como la portada, el tráiler, la música y demás hicieron (y hacen) que falte todavía un poquito.
Sin embargo, y mientras tanto, quisiera compartir con ustedes un cuento de amor que he escrito hace sólo unos meses: Recuerdo de un amanecer. Y, por supuesto que está de más decir que lo que más me gustaría es que lo disfruten y escriban aquí en el blog o Facebook su opinión o lo que les haya hecho sentir.
Y, claro, como siempre... ¡Muchas gracias!
Recuerdo de un amanecer
Siempre
me he cuestionado qué es el tiempo y sólo hoy me doy cuenta que no tuvo sentido
reparar en ello... Sin embargo, durante muchos años, lo respeté al modo de una
divinidad incuestionable, pues sus efectos eran tan o más reales que mi propia
incertidumbre. Es que, ¿quién puede negar su poder? Convierte niños en adultos,
paisajes otoñales en vistas veraniegas, hace de la juventud un sinfín de espacios
agrietados sobre la piel de quien sea, perpetúa miles de pensamientos y, a la
vez, deja otros millares en el olvido del anonimato. Pero, por sobre todo, más
allá de la miseria o felicidad de cada ser, recuerda, a cada instante, que
nuestra vida no es más que un efímero suspirar atentado, desde su nacimiento,
por la inminente muerte, mientras sólo él es quien se regocija del placer en su
inamovible eternidad. Sin duda, su efecto es tan indiscutible como su poder...
No obstante, en mis últimos minutos, descubrí que ciertos recuerdos —sólo
algunos y muy peculiares— son inmunes a su impetuosa fuerza…
Así,
me remonté a sus dorados cabellos, ¿cómo olvidarlos? El club estaba atestado de
gente y no se podía esperar menos en una noche de carnaval típica de la década
de 1940. Los antifaces se movían de un lado a otro al compás de la música intentado,
inútilmente, ocultar las identidades de los bailarines, y las risas simplemente
ayudaban a recordar la festividad. Todo era igual como cada año que se celebraba.
Pero ella…ella no era de allí. Su piel de porcelana, su rostro serio, aunque
inocente y su figura vestida al modo de una bailarina rusa eran un paisaje
definitivamente nuevo para mis ojos. Era una belleza tentadora que todo hombre
intentaría conquistar si no me apresuraba, pero ¿qué iba a hacer? Su rostro
serio anunciaba una mujer temeraria que al sólo verme acercar lanzaría una
mirada, dejándome en claro que lo único que conseguiría de ella sería el pase
de salida. No tenía muchas opciones, el tiempo se esfumaba y los hombres que se
le acercaban eran, unos tras otros, despachados sin consuelo, mientras mi
cabeza sólo daba más y más vueltas en busca de una estrategia exitosa propia de
la fantasía. Sin embargo, quien cree que ese tipo de cosas no ocurren, está en
un grave error. Como si Dios lo hubiese puesto allí, un descarado joven apostó
a su simpatía y descortesía como forma original de captar su atención. Sin
lugar a dudas que logró estar más minutos que los otros hombres, aunque creo
que no como lo hubiese deseado. Luego de intentar, sin éxito, con su
escandalosa gracia, la joven bailarina rusa se dio la vuelta, dándole la
espalda, y esto no agradó a nuestro simpático soberbio caballero que, con una risa
nerviosa, le arrebató el antifaz a la joven, en busca de recuperar su imagen ya
hundida en la ridiculez. Pues bien, los resultados no fueron muy alentadores
que digamos: la mano de la muchacha fue tan veloz como el giro que dio su
cuerpo —juro que cualquiera hubiera creído que era una bailarina real—, y se
estampó sobre la mejilla del frustrado, acabando no sólo con sus esperanzas de
conquista, sino también con el lado derecho de su cara y el poco orgullo que le
quedaba. Sí, se hizo un breve silencio y nuestra bella bailarina, luego de
pronunciar varias intensas palabras, entre ellas la más delicada “desgraciado”,
tomó su antifaz de la mano del sorprendido y marchó a la otra punta del salón
para sentarse y esperar tranquila a que su rostro, rojo furioso, volviera a su
normal blanco inmaculado. El silencio duró unos segundos más, pero, gracias a
la magia del carnaval, el bullicio de la alegría retornó sin problemas, dejando
atrás aquella intensa escena.
Sí,
es verdad, muchos lo vivieron como un momento incómodo, otros como lo más
divertido de la noche, pero yo, sin dudas, no pude pensarlo de otra manera: era
mi oportunidad.
Y
allí estaba la inexperta bailarina rusa, de una izquierda imbatible, desanimada
y sola a la espera del fin de la noche. No tenía que hacer más que acercarme e
intentar hablar. Sin embargo, las manos me temblaban como un papel y el sudor
corría incesante por mis sienes. ¿Qué demonios me sucedía? ¿Dónde estaba el
elegante sinvergüenza dueño de la noche porteña? Parecía mi primera vez;
parecía un indefenso pichón de gorrión a punto de intentar su primer vuelo.
Sentí que el poder y la seguridad que solían acompañarme cada noche habían sido
absorbidos, tal vez, por sus ojos, sus movimientos, su carácter… Como sea,
estaba en ruinas… y a dos pasos de su mesa. No había opción. Mis pies habían
decididos por sí solos; ya estaba allí y su rostro extrañado apuntaba a mi
figura, esperando alguna reacción de mi parte. Balbuceé y, al notar que las
palabras no saldrían, metí una mano en el bolsillo y, con la otra, señalé la
silla vacía que estaba frente a sus narices. Ella simplemente arqueó las cejas
e hizo un gesto de indiferencia. Respiré profundo, me senté y traté de retornar
aquel hombre de fácil habla y conquista.
—Si
me siento aquí, ¿también tendré la fortuna de sentir su mano sobre mi mejilla? —pregunté
irónico y con mi típica sonrisa formadora de hoyuelos.
Sus
ojos se elevaron a los míos e, intentando reprimir una sonrisa, levantó sus dos
hombros de manera simultánea.
—Pues,
eso depende de usted, señor…
—Ángel,
señorita…
Se sonrió y,
negando con la cabeza, apoyó su cuerpo sobre el respaldo para volver a hablar.
—Increíble.
No ha dicho más que unas pocas palabras y ya pretende mi nombre. —Volvió a sonreír, aunque esta vez con
la mirada baja y el rostro sonrojado.
—Pues,
si usted lo prefiere, no tengo inconveniente en llamarla “señorita bailarina de
porcelana”, pero tal vez sea un tanto extenso, ¿no lo cree?
Esta
vez rió de tal manera que sus labios se abrieron, dejando a la vista aquellas
hermosas piezas blanquecinas. Pero nada se comparó con su melodiosa y dulce
risa que no hizo más que hundirme en la fascinación.
—Es
más astuto de lo que su sonrisa anuncia —dijo, tratando de esquivar mi mirada. Aguardó
unos segundos, respiró profundo y levantó la vista, clavando sus oscuros ojos
en los míos—. Bien… Comparto en que sería demasiado extenso... No me deja
opción, señor Ángel. Si lo desea, puede llamarme, simplemente, Amanda.
—Bien,
Amanda, si no se ofende me gustaría halagarla con una observación más —dije, buscando nuevamente su mirada.
Entrecerró
los ojos, suspiró con un aire propio del fastidio y cruzó los brazos, segura de
que no le agradaría mis prontas palabras.
Me
acerqué hacia el centro de la mesa y la invité a que hiciera lo mismo para
decírselo al modo de un secreto. Confundida con mi conducta, se acercó
permitiéndome sentir el delicado perfume que provenía de su frágil cuello.
—Tiene
una izquierda increíble —le susurré graciosamente.
Cerró
los ojos avergonzada y rió tratando, nuevamente, de contenerse. Le había robado
una sonrisa más. Y mientras buscaba acomodarse y bajar el rubor de sus
mejillas, yo no podía quitar la mirada de su rostro. Noté que unas delicadas
pecas decoraban dulcemente su piel y que las gruesas pestañas enmarcaban a la
perfección sus enormes y almendrados ojos. Pero mi imaginación iba más allá;
soñaba con ferviente locura desarmar y hacer a un lado aquellos bucles dorados
para besar aquel fino cuello que se escondía misterioso. Deseaba tomarla de
aquella pequeña cintura para fusionar su cuerpo con el mío y sentir su calor y
aroma hasta el fin de la noche. Imaginaba e imaginaba hasta que su voz me
regresó a la realidad.
—Humm…
Señor Ángel, ¿está usted bien? —preguntó con los ojos inocentes como los de un
pequeño venado.
¡Si hubiera
sabido lo que me pasaba! ¡Qué bella inocencia!
—¡Oh!
Perdone, Amanda. Es que me he quedado pensando en…
De
pronto, la orquesta comenzó a tocar uno de mis temas favoritos de fox-trot y no
tuve mejor idea que responder a su pregunta con una impulsiva y arriesgada
invitación.
—Disculpe,
es que justamente estaba pensado en este tema musical. Y, ahora al escucharlo, no
se me ocurre más nada que invitarla a compartirlo conmigo. ¿Qué dice, señorita
Amanda?
—¿Usted
se refiere a bailar? —expresó, frunciendo el ceño—. Perdone, señor, pero por
más increíble que sea mi creatividad, sería imposible imaginarlo a usted bailando
este ritmo —aseveró con una sonrisa y elevando las cejas.
—¡Oh!
¿Pero quién lo hubiera dicho? Con un rostro tan dulce, jamás la hubiera
imaginado dando ese tipo de opiniones. —Reí y ella me miró sonriente, con una
inocente soberbia, segura de lo que había dicho.
Se mantuvo en
silencio y, sin dejar de mirarme, gozaba de una aparente victoria. Otra vez me
había sorprendido y fascinado. ¿Cómo podía ser una criatura tan bella y salvaje
a la vez?
Apoyé mis codos sobre la mesa, crucé mis manos
y, sin quitarle mirada de encima, volví a hablar.
—Sin dudas, es
de pocas palabras, pero contundentes, señorita. Y, por lo que veo, es bastante
desafiante. Sin embargo, le aseguro… no, no, mejor le apuesto lo que usted
quiera que soy capaz, y hasta mejor que usted, de bailar esta pieza —aseveré
con una mirada retadora.
Ella arqueó las
cejas y sonrió superficialmente. Nerviosa, negó con su cabeza hacia un lado y
hacia el otro, sin perder la sonrisa y el nuevo rubor en sus mejillas. Miró
hacia un costado, mordió su labio inferior y, luego de unos segundos, enderezó
su figura mirándome directo a los ojos. Yo seguía inmutable a la espera de su
respuesta. Impulsiva, extendió su mano derecha y aclaró.
—Le advierto que,
desde el momento en que pise la pista, ya es hombre derrotado, señor.
Sonreí y mi
corazón latió más fuerte que nunca al tomar su delicada mano.
—Pues, ya
veremos, pequeña bailarina —respondí sonriente.
Sí.
Era uno de mis temas favoritos y encima de los más practicados con mi orquesta. Era claro que la victoria era
mía, pero, por suerte, ella no lo sabía. O mejor dicho, no lo supo hasta que la
tomé de las manos y sorpresivamente la hice danzar como nunca en su vida. Sus
ojos se abrieron de par en par por la energía que hice sentir en todo su
cuerpo. No le di chances a que hiciera algún movimiento que no fuera guiado por
mi cuerpo. Su sonrisa se extendió de tal forma que no pudo evitar emitir
aquella carcajada dulce y divertida. Reía. Reía natural, libre, satisfecha y,
en cuanto se presentaba la oportunidad, ambos clavábamos nuestros ojos en los
del otro. Era única y sus bucles saltaban de un lado hacia el otro, sin
descanso y al compás de la música. Y yo… Y yo no podía hacer más que gozar de
su alegría. ¿Quién iba a decir que me robaría, en tan pocos minutos, tantos
suspiros juntos? Era una locura. Y sí. Sin lugar a dudas, era una locura…
—¡Amanda!
—expresó una morena asustada y con los ojos inquietos.
El tema justo
había llegado a su fin. La joven me saludó con una sonrisa fugaz, de puro
compromiso, y susurró en el oído a mi bailarina. Suavemente, soltó mi mano y su
rostro cambió al de una joven en aprietos. Tragó saliva y me miró unos segundos
sin poder decir nada, aunque la otra joven, perspicaz, tomó su lugar.
—Disculpe,
usted, pero Amanda no podrá seguir bailando —comentaba nerviosa, mirándome a mí
y luego a ella que no quitaba sus ojos de los míos—. Verá, su… sí, su prometido
llegó hace sólo unos segundos y no le agradaría ver esta escena, ¿comprende?
Al oír aquellas
palabras, Amanda despertó, repentinamente, de su estado ensoñador y parpadeó
varias veces. Sus cejas se fruncieron y su mirada fue fulminante a la de la
joven asustada.
—¿Pero qué cosas
dices, Juana? —cuestionó ofendida. Bajó la mirada y, confundida, continuó—: Salvador
aún no es mi prometido… Quiero decir, no es que no sea mi…
—Quédese
tranquila, Amanda —interrumpí serio y rápido. No quería que notara el fastidio que
me habían generado aquellas palabras—. Entiendo la situación y lo que menos
quiero hacer es ponerla en un aprieto. Si no le molesta, para evitar
confusiones, puedo bailar con su amiga Juana. Acabo de escuchar que ese es su
nombre ¿verdad?
Amanda,
desconcertada con mi idea, aseveró tímida y se alejó hasta la mesa en la que
habíamos estado sentados largos minutos debatiendo sobre mi capacidad en la
pista de baile. Sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza con furia.
De pronto, la
sangre se me hirvió hasta hacerme sentir el calor en todo el rostro. Un hombre
apareció detrás de su frágil espalda y posó sus manos, sin ningún problema,
sobre aquellos deseosos hombros blancos. Ella giró su rostro y, tímida, sonrió
nerviosa al ver al joven.
—Oiga, sus
orejas están demasiado rojas. ¿Se siente bi… —empezó a preguntarme hasta que, al
mirar mis ojos, giró su rostro hacia donde estaba Amanda. Luego continuó—:
Perdone por lo que voy a decirle, pero no tiene ninguna chance. Tendrá que
olvidarse de mi prima. Pero bueno…, creo que no hace falta que se lo diga si lo
puede ver con sus propios ojos… —finalizó, agachando la mirada.
—¿Ninguna
chance? —cuestioné, sonriendo y levantando las cejas. Luego, seguro y alegre,
continué—. Mis ojos sólo ven a una inocente e insegura criatura acorralada por
un buitre que aún, por lo que han dicho, ni siquiera es su prometido.
La joven abrió
los ojos como dos platos y fulminó los míos, aunque asustada otra vez.
—¿Usted escucha
lo que está diciendo? ¡Ni se imagina lo que puede pasar si empieza a cortejarla
con sus estrategias baratas! Y de más está decir que mi prima no es de esas
chicas a las que usted está acostumbrado a conseguir, señor —afirmó indignada—.
No, no. Ella no es para usted. Así que le voy a pedir que, como caballero,
muestre respeto y la deje en paz.
Otra vez, la
alegre música había llegado a su fin. Tomé la mano de la joven con mis dos
manos y, antes de despedirme, volví a hablar.
—Quédese
tranquila, Juana. Le puedo asegurar que jamás molestaré a su querida prima.
Tome mi palabra —aseguré con una sonrisa poco confiable y que la joven develó
al instante.
Miré a Amanda una
vez más desde lejos y marché.
……………………
Cuando
dije que era una locura, no fue una expresión meramente impulsiva, pues allí
estaba, sentado en la confitería de la esquina a la espera de su presencia.
Ahora, la gran pregunta es, ¿cómo llegué hasta allí? Bien, si de locos hay que
hablar, mi nombre es el primero de la lista. En cuanto salí del baile de
carnaval, no hice más que dar innumerables vueltas a la manzana, pensando en
qué hacer. Echaba chispas de la furia de sólo saber que ella, aquella impecable
belleza dulce y salvaje, estaba con un hombre distinto a mí. Claro, el problema
era que, en realidad, no debía molestarme, pues aquel joven no era ni más ni
menos que su novio, y si bien aún no era su prometido, desde ya tenía más
derechos de lo que yo podía pretender para mí. Pero, por sobre todo, ¿quién
diablos era yo para cuestionar aquello? O, es más, ¿por qué me había molestado
si, por más hermosa que fuera Amanda, no había sido más que una joven que
conocí efusivamente en la noche y con la que sólo había cruzado unas pocas
palabras? Bueno, eso es algo que no pude responder esa misma noche… Y, por eso,
sólo seguí lo que mi impulsivo carácter dictó. Dejé de dar vueltas como un
trompo y esperé en la esquina a que saliera del club. Sí, eso hice… y pude ver
lo que, en adelante, me motivaría a seguirla sin excusas.
Al salir, los
tres marcharon hasta llegar a una casa cercana al lugar —y a mi casa, por
cierto—; Juana, incómoda, miró a ambos y se despidió ingresando. Estaban solos.
El joven la miraba con fuerte intensidad en busca de una misma respuesta, pero Amanda,
silenciosa, sonrió tímida y fugazmente como forma de saludo de despedida. Sin
embargo, en cuanto ella empujó suavemente la puerta para entrar, el joven la
tomó del brazo y, sutilmente, la acercó a su cuerpo para besarla. —¿Debo expresar
que eso incendió mis orejas de rabia? Creo que no es necesario—. No obstante, a
milímetros de apoyar sus labios, Amanda corrió con sutileza su fina boca hacia
un costado, haciendo que éste simplemente la besara en una de sus comisuras. El
hombre abrió sus ojos y, al notar que Amanda aún miraba el suelo, se alejó
despacio para besarle la mano y retirarse sin palabras de por medio.
Jamás
olvidaré ese momento, y menos haber visto a Amanda suspirar de alivio. Mi
corazón latió como nunca e hice lo mejor que se me había ocurrido. Gracias a
Dios, llegando casi a la esquina y de la
mano de enfrente, una confitería sería, desde ese entonces, mi punto
estratégico para conquistar a Amanda. Y así fue. No tenía por qué dejar pasar
el tiempo sin sentido y, por eso, comencé ese mismo día. Me senté, a primera
hora de la mañana, junto a la ventana que me permitía, café tras café, observar
casi sin pestañar en dirección a su casa. Pero nada ocurría, ni un solo
movimiento. Quizá, en uno de esos fugaces instantes en los que volvía a pedir
un nuevo café, Amanda había salido sin darme la chance de volver a encontrarme
con ella. Esperé una hora más y, desesperanzado, tomé el último sorbo de café.
Sin embargo, a punto de retirarme, escuché como unas efusivas uñas golpearon el
vidrio de la ventana. Giré mi rostro y, sin esperarlo, unos asustados y
furiosos ojos me miraban, desaprobando mi presencia. Sonreí.
—¡Oh!
¡Pero qué sorpresa! —exclamé alegre al salir del local.
Juana
frunció las cejas y apretó, furiosa, su vestido con ambas manos.
—¿Me
puede decir qué hace usted acá? —inquirió seria y nerviosa.
—¿Yo?
—pregunté, simulando sorpresa—. Tal vez sea algo que deba preguntarle yo a
usted, señorita Juana. —Volví a sonreír.
—¡Lo
que faltaba! —expresó mientras negaba,
indignada, con su cabeza—. Usted sí que no tiene vergüenza, señor. Creo que fui
más que clara ayer por la noche, ¿o hace falta que se lo repita una vez más? —cuestionó,
aunque esta vez más nerviosa y mirando constantemente hacia su casa.
—Disculpe,
pero no entiendo qué puede tener que ver este encuentro con lo que usted me
advirtió. Ya le he dicho que no molestaré a su prima, ¿recuerda? Además, déjeme
decirle que soy un ferviente amante del café y me es imposible abandonarlo por
un simple, y sin sentido, capricho suyo —dije, sonriendo con astucia.
—¡Vamos!
¡Por favor! ¿Cree que nací ayer, señor? Si es por tomar café puede hacerlo en
otros lugares y más cercanos a su hogar, ¿no lo cree? —expresó irónica. Al
instante, volvió a mirar hacia la puerta de su casa y, alterada, continuó—: En
fin… Deje a mi prima en paz. Asunto terminado.
La
joven, exaltada, intentó acercarse a la puerta de su casa que, lentamente, se
abría. Pero la calle empedrada y sus zapatos de tacón se volvieron mis más
fieles aliados, haciéndola caer sin remedio. Y, finalmente, la puerta se abrió.
—¡Oh!
¡Juana! —exclamó sorprendida al ver a su prima tendida en medio de la calle
porteña.
Corrí
y, aunque por dentro estaba reteniendo un enorme deseo de reírme, ayudé a que
la joven se pusiera nuevamente de pie. Amanda hizo lo mismo y, en cuanto
levantó su rostro para ver quién la estaba ayudando, abrió sus ojos y labios,
emitiendo un suave y ligero suspiro de sorpresa.
—Ángel…
¿qué hace usted aquí? —preguntó, mirándome directo a los ojos y con una dulzura
indescriptible.
Juana,
que no hacía más que maldecir al empedrado mientras sacudía su vestido, elevó
la vista y puso los ojos en blanco al ver a su prima en tal estado.
Yo
trataba de disimular el fuerte latido de mi corazón. Los nervios me carcomían.
—Pues…
Buen día, Amanda —expresé, tendiendo mi mano hacia la suya. Luego, continué
como pude—. Verá… Es complicado de explicar… Es que yo…
—Estaba
tomando café en la confitería de doña Cecilia, Amanda —interrumpió Juana, seria
y segura.
—¡Claro!
Sí, eso es…Es que vivo cerca de aquí y me encanta degustar café, por eso…
—Sí,
sí, ya entendió —volvió a interrumpir la joven del tropiezo. Tomó a Amanda del
brazo y tironeó con la intención de que ambas marcharan.
—¡Juana!
Déjalo hablar. ¿Cómo puedes interrumpir así a quien te acaba de ayudar? Ni si
quiera le has agradecido… —expresó con reprobación.
—¡Claro!
¡Qué horror! ¿Cómo he olvidado tal cosa? —dijo de forma exagerada—. Pues,
gracias, señor Ángel, y adiós —finalizó, dando la media vuelta y llevando consigo
a su prima.
Amanda
parpadeó varias veces y miró hacia atrás para saludarme como pudo. Yo,
simplemente, amagué a levantar la mano y a contemplar cómo se iba alejando de
mí. Pero ¿en qué demonios estaba pensando? Después de todo el tiempo que había
calentado la silla en la confitería, no podía quedarme con el mero recuerdo de
otras pocas palabras y la cómica caída de su prima.
—¡Esperen!
¡Amanda! ¡Espere, por favor! —grité animado, haciendo que las dos jóvenes
frenaran al instante.
Corrí
hasta ellas y, acomodando la garganta y el pelo, volví a actuar desde mi
impulsivo carácter.
—¿Es
molestia si las acompaño?
Juana
miró a Amanda de forma fulminante y, a punto de expresar un rotundo “no”,
interrumpí.
—Es
que no puedo dejarlas caminar solas por aquí, señoritas. Es peligroso y lo
mínimo que puedo hacer es ofrecer mi compañía.
Juana
se quedó sin palabras y se obligó a guardar su frustrada negación al escuchar a
su prima.
—Por
supuesto, señor Ángel. Será un placer.
………………………
Así,
paseamos un largo y extenso rato hasta que se hizo el mediodía. No es que
fueron las mejores horas de nuestras vidas, pero sí, quizá, las esenciales para
lo que haría en adelante. Y luego de varias visitas a distintos comercios, su
prima ingresó sola al último, dejándonos —afortunadamente— solos. Y no me
pregunten cómo es que tengo tanta suerte, pero, mientras Amanda revisaba su
bolso, pude ver que, en la vereda de enfrente, yacía un milagroso puesto de
flores. Corrí rápido al mismo y pude escuchar cómo Amanda me llamaba sorprendida,
a lo que respondí con una sonrisa y un gesto con la mano para que aguardara
unos segundos. Al instante, regresé y las mejillas de la jovencita se
encendieron sin remedio alguno.
—Disculpe
si la abandoné, pero me fue imposible negarme a esta belleza —afirmé
empalagoso mientras le ofrecía una rosa colombiana de imponente rojo oscuro.
—Usted
sí que es atrevido, Ángel, pero no puedo negar que también es muy caballero —respondió,
tomando la flor y acercándola a su pequeña nariz pecosa.
—Lo
de atrevido lo tomaré también como un cumplido —dije gracioso—. De todas
formas, déjeme decirle que no es la flor más adecuada para usted.
—¿No?
Pero ¿por qué? —cuestionó preocupada y con la mirada triste.
—Antes
que nada, le ruego que no se preocupe, Amanda. Si digo que no es adecuada para
usted, es con la intención de recordarle que este tipo de flor no es suficiente
ni comparable con su belleza.
—¿Debo
aclarar que también es demasiado exagerado? —inquirió divertida y levantando
las cejas.
—Bueno,
si usted lo cree así, seguramente es porque es bastante humilde —respondí con una mirada pícara. Ella rio
sonrojada—. Pero si usted me lo permite, puedo dar una explicación seria y real
a esto.
—Pues
bien, dígame —dijo mientras observaba cómo, y muy pronto, su prima saldría del
negocio.
—Mmmmh…
Pero creo que es una explicación extensa y que no tiene desperdicio —afirmé y,
al notar que en cuestión de segundos su prima estaría nuevamente con nosotros,
me apresuré—. Tal vez, pueda explicárselo alguno de estos días y, con el mayor
de los respetos, a solas.
Amanda
sonrió.
—No
creo que eso sea posible, Ángel. Usted ya sabe que…
—No,
no. No lo diga, por favor. Entiendo su situación. Permítame corregirme —interrumpí arrepentido—. Tengo una mejor
idea… ¿qué le parece si esta noche, usted con su prima o novio, como quiera,
vienen a disfrutar de nuestra música? —finalicé sonriente, con los ojos llenos
de ansiedad y exagerada esperanza.
—¿Música?
¿Usted es músico? —preguntó confundida.
Juana
ya estaba allí, nuevamente entre nosotros, y con la fría mirada clavada en la
rosa.
—Amanda,
¿qué es eso?
—¿Eso?
—repitió, nerviosa, hasta que recordó la rosa que sostenía—. ¡Ah! ¡Esto! Sí,
claro… la rosa…, pues…humm… Esta rosa me la acaba de obsequiar la esposa del
florista de aquí enfrente… Sí, eso es… —afirmó insegura.
—Sí,
por supuesto. Me imagino a la “esposa del florista”, por cierto bastante
atrevida, regalándote una flor… —dijo sarcástica y fulminándome con sus
saltones ojos—. Pues, como sea, ya es hora de marcharnos… y solas —finalizó,
resaltando la última palabra.
No
tenía más opciones, así que volví a mi papel impetuoso.
—Bien.
Entonces me despido, jovencitas —dije resuelto y seguro—. ¡Ah! Eso sí, las
espero esta noche en la confitería Richmond. Tomo su palabra, señorita Amanda —finalicé sonriente y levantando la mano en
forma de saludo.
Amanda quedó
boquiabierta y su prima sólo la miraba con el ceño fruncido. Y, sin dar chances
a una respuesta, me marché rápidamente.
Ahora sí, la
pregunta era, ¿en qué demonios había pensado? Pues, si padecía de algún tipo de
problema con la ansiedad, lo que había hecho era, definitivamente, torturador.
No sólo corría el riesgo de que Amanda no se acercara, sino también de que
pensara que era un vago, amante de la música y odioso del trabajo. Y si ella no
lo pensaba, al menos su prima se encargaría de hacérselo saber... Estaba
perdido, pero ya no tenía opción. Lo único que quedaba era rogar que ocurriera
un milagro… un pequeño y enorme milagro…
Me vestí con mi mejor
traje, tomé mi trompeta y practiqué un poco más para olvidar aquella
preocupación. La Richmond
me esperaba.
Así, había
logrado calmarme, quizá hasta olvidarme, por un momento, de mi lacerante
angustia, pero mis malditos ojos, perfectos a la hora de buscar problemas, la
ubicaron al instante. Allí estaba, más hermosa que nunca… no, quizá, fue la
segunda vez que más bella estuvo. Su pelo ondeado caía sobre sus frágiles
hombros y su curvilíneo cuerpo vestía de un azul penetrante. Sus tacos
emitieron una música perfecta que resonó, en mi mente, seductora y vibrante. Y
sus ojos… ¿qué puedo decir de sus ojos si lo único que recuerdo es la velocidad
a la que hicieron latir a mi desesperado corazón? Sí, allí estaba. Mi musa, mi
bailarina rusa…Y, por supuesto, a su lado, “señorita tropiezo” con su
infaltable simpatía… En fin, el milagro había ocurrido. El resto dependía de
mí.
No podía
quejarme. Ella estaba allí y los nervios que tenía fueron, de a poco,
esfumándose gracias a la compañía de mis amigos, en especial, Roberto, quien
desde pequeños compartíamos esta amistad y el amor por la música. A él no podía
mentirle y, aunque quisiera, siempre terminaba descubriéndome. Así, fue él
quien, con una fuerte y amistosa palmada en la espalda, me volvió a la
realidad: el show comenzaba.
Trataba de no
mirarla y de sólo concentrarme en mi trompeta… ¡Por Dios! ¡Jamás me hubiera
imaginado lo difícil que era! Pero luego, pensé en ella. Recordé su perfume —que
apenas había podido sentir la noche en la que la conocí—, sus bucles, sus
labios y…sus ojos. Respiré profundo y todo el aire que, en realidad, hubiera
perdido en un suspiro lo descargué en la trompeta en el mejor solo que hubiera,
alguna vez, podido hacer. Los aplausos hablaban de ello y mis orejas, por
primera vez, se sonrojaron y no de rabia. Me sentía con una energía única y,
por supuesto, otra vez no lo pude evitar. Todavía faltaba unos cuantos segundos
para la intervención de trompetas… Y mi impulsivo corazón los aprovechó sin dar
vueltas. Dejé mi instrumento a Roberto, quien quedó perplejo por mi conducta,
corrí rápido a la primera mesa más cercana a la orquesta y robé, pidiendo
permiso a las señoritas que la ocupaban, el pequeño clavel del florero, centro
de mesa. Rápido, aunque cortés, pasé entre las mesas de las que se escuchaba el
cuchicheo por lo que yo estaba haciendo y, ya frente a sus sorprendidos ojos,
le regalé la flor, guiñando un ojo y sonriendo más de la cuenta por lo nervios
que su dulce rostro provocaba en mí. Al instante, volví lo más rápido que pude
junto a mi amigo, tomé la trompeta y volví a hacerla vibrar como nunca. Las risas
y aplausos volvieron a estallar en la confitería, y Roberto me codeó sonriente
mientras trataba, también, de seguir haciendo sonar su instrumento. Me sentía
lleno de vida, de vigor, incluso de alegría al ver la cara de Juana
sorprendida, pero sonriente. Todo era perfecto…demasiado perfecto… hasta que
llegó él. Aquella imagen de la puerta abriéndose jamás la olvidaría. Su rostro
se notaba despreocupado, hasta con un toque de soberbia. Era, como dicen las
mujeres, buen mozo. Por supuesto que no tenía nada que envidiarle, pero tampoco
sería tan necio de no reconocer su punto fuerte. Así, no pude despegar los ojos
de aquel hombre. Seguí cada uno de sus movimientos… hasta me acuerdo cómo había
estirado su cuello en busca de Amanda. Pero había un pequeño problema: mi
bailarina aún no sabía que él había llegado y su mano sostenía firme la flor
que yo acababa de obsequiarle. Terrible detalle.
Mi mente,
desesperada, trató de encontrar la mejor solución —que no fuera escandalosa,
por supuesto—, pero el tiempo era limitado. Y, así, acudí a lo último que
hubiera elegido, de haber tenido un poco más de tiempo: Juana. Mientras tocaba
la trompeta, como podía, abría los ojos lo máximo posible para que la joven me
observara. A falta de su atención, empecé a apuntar con mi instrumento hacia
ella, abriendo los ojos de forma exagerada. Para mi suerte, logré captar su
mirada, pero poco entendía hasta que, ya cansado y a segundos de que ocurriera
lo no deseado, apunté con la trompeta varias veces hacia el joven que pronto
llegaría a la mesa. Eso causó fuertes risas en toda la confitería… a excepción
de Juana, a quien de golpe se le borró la sonrisa. Veloz como un rayo, se dio
vuelta y descubrió la presencia del soberbio hombre que, alegre, le sonreía.
Sus ojos saltones parecían querer escapar de su rostro, pero, como pudo, se
contuvo e hizo lo mejor que pudo haber hecho. Disimuladamente, arrebató la flor
a su prima —desconcertada— y sonrió al joven que ya estaba frente a sus
narices.
El show no duró
mucho más… por lo que me sentí agradecido, puesto que no sabía cuanto tiempo
más hubiera aguantado ver a ese hombre pegado a su lado. Tocamos un tema más y
los aplausos finales fueron el último sonido alegre del lugar.
Los integrantes
de la orquesta se felicitaban entre sí, alegres y satisfechos, pues no era para
menos…, pero mis ojos, hundidos en tristeza, sólo apuntaban hacia donde estaba
lo único que me importaba: Amanda, mi belleza. Tenía que hacer algo y no me iba
a quedar así. Sin embargo, a segundos de correr hacia su mesa e inconsciente de
lo que podía llegar a hacer, Roberto me tomó del brazo. No hubo palabras de por
medio… Simplemente, movió despacio su cabeza hacia un lado y hacia el otro,
clavando sus ojos en los míos. Lo miré un instante más, tragué saliva, pensando
en lo que haría e, iluminado una vez más, sonreí con picardía. Al segundo,
Roberto descubrió mi intención.
—Ohhh... No… Ni
lo sueñes, Ángel —expresó con los ojos abiertos, dando pasos hacia atrás.
—Claro que sí,
eres mi amigo, ¿no? —cuestioné sonriente, apoyando mi mano sobre su hombro. Él
suspiró.
—Dios mío… lo
dices en serio… Ay, Ángel… Que Dios se apiade de nuestras almas… Y, si no… bueno…
nos tendremos que ver en el infierno.
Ambos reímos y,
sin más, nos dirigimos a la mesa de los problemas.
………………………
Cada paso que
daba, por cada centímetro que me acercaba a ella, mi corazón amenazaba con
salir, impetuoso, de mi rendido pecho. Sus ojos trataban de evitarme, pero le
era imposible; en cuanto más me acercaba, más veces me miraba. Y así fue hasta
que llegamos y no pudieron despegarse de los míos, haciendo que aquel hombre
volteara, curioso, hacia nuestras figuras recién llegadas.
—¿Señores? —inquirió,
levantándose de la silla.
Y
antes de que pudiera presentarme, la nerviosa Juana intervino.
—¡Estos
son los caballeros de quienes recién te hemos hablado, Salvador! Han tocado
unas piezas increíbles —finalizó con una superficial alegría.
—Pues,
sí, Juana. No he podido ver el show completo, pero, al menos no me he perdido
de la última parte —dijo, sonriendo con picardía.
—¡Oh!
Claro, usted se refiere a la parte en que mi amigo Roberto se acercó a regalarle la flor a la jovencita, ¿verdad? —cuestioné
sonriente.
Juana,
abrió sus enormes ojos que, inquietos, apuntaron a mi amigo. Roberto, al
principio boquiabierto, acomodó su voz y trató de contener los nervios.
—Un
gusto, señor… —saludaba mi amigo a la espera de la respuesta.
—Salvador
—dijo entre risas—. Pues, sinceramente, esa parte me la perdí. ¿Quién iba a
decirlo? Juana, la rompecorazones —finalizó, riendo solo.
La
joven entrecerró los ojos y sonrió, efímeramente, para tratar de disimular el
desafortunado comentario. Roberto, perspicaz, la miró una vez más y la distrajo
para hablar. Ahora sí. Sólo estábamos los tres.
—Y
usted, caballero…
—¡Oh!
Disculpe la descortesía… Me quedé recordando la escena entre Juana y Roberto —dije,
clavando mis ojos en los de Amanda—. Mi nombre es Ángel, señor. Es un placer
conocerlo.
—El
placer es mío, Ángel —agregó, dándome la mano—. Realmente, lo felicito. Ha sido
un show estupendo. Seguramente éste es su único trabajo, ¿verdad? Con tanto
talento, no puede dedicarse a otra cosa más —dijo en tono envidioso y con la
intención de minimizar el efecto de nuestra actuación.
Amanda,
incómoda, agachó la mirada y, a segundos de intervenir para cambiar de tema,
respondí.
—¡Oh!
¡Qué mas quisiera que eso, señor Salvador! Pero no. Desafortunadamente, si así
debo decirlo, mi difunto padre me ha dejado a cargo una fábrica que, de tanto
en tanto, debo ir a supervisar. Pero ya sabe… no es lo mío —dije con una amplia
sonrisa.
—¿En
serio? Pues es usted un hombre muy afortunado, Ángel. Por lo menos tiene una
fuente de sustento. Sin lugar a dudas, debe estar más que agradecido con la
vida… o, mejor dicho, con su padre —mencionó con una falsa sonrisa tras la que
ocultaba una ferviente rabia.
—Sí.
Sin duda, estoy agradecido con la vida, señor. No muchos podemos vivir,
cómodamente, de lo que nos gusta hacer. Pero, afortunadamente, yo soy uno de
ellos y, en forma de agradecimiento, mantengo vivo lo que hizo feliz a mi
padre. Seguramente, usted debe saber de lo que hablo, ¿verdad?
—Hummm…
—acomodó su voz—. Por supuesto, señor. No puedo quejarme de la familia de la
que provengo y claro está que hago lo que me hace feliz.
—No
esperaba menos, señor Salvador. Y, dígame, ¿a qué se dedica? —pregunté
gentilmente.
—Tengo
el orgullo de pertenecer a la Aviación
Militar. Y sinceramente, no puedo quejarme, menos ahora que,
en unos pocos días, marcharemos a La
Maruja para luego ir a Córdoba.
Aquello me había tomado por sorpresa.
Fugazmente, miré a Amanda. Estaba agitada y nerviosa; sus ojos sólo apuntaban al
suelo.
—Oh,
maravilloso... —dije superficial—. Aunque, si me lo permite, no comprendo por
qué a La Maruja ,
señor. Quiero decir, entiendo bien la idea de Córdoba, puesto que usted se
dedica a la aviación, pero ¿La
Maruja ?… —inquirí con un tono de preocupación.
—Claro,
perdone, Ángel, es que de la felicidad y ansiedad a veces olvido que no todos
lo saben aún —dijo, exagerando su sonrisa. Luego, tomó la mano de Amanda y
continuó—: Amanda y yo nos vamos a casar… Bueno, eso es lo que queremos hacer,
pero antes debo ir a pedir su mano al padre. Es por eso que, primero, iremos a
allí —finalizó, buscando la mirada de ella.
El
silencio duró varios segundos hasta que saqué las manos de mis bolsillos y,
tratando de tragar la rabia y dolor, apreté la mano de Salvador, felicitándolo.
—Felicidades,
señor —dije al mismo tiempo que me disponía, en contra de mis deseos, a
felicitar a Amanda—. Y a usted también, señorita.
Luego
y, apunto de marcharme destruido, Salvador volvió a hablar.
—¡Oh!
Espere, Ángel. Antes de irme de viaje, me encantaría poder disfrutar de un show
más. ¿Cuándo volverán a tocar?
Sí,
claro. Lo último que tenía ganas de hacer era tocar música para él. Aunque, tal
vez, sí podía… regalarle un trompetazo en la cabeza. En fin… Como pude, me
contuve.
—El
próximo viernes, señor. Aquí a la misma hora —respondí seco y serio.
—¡Perfecto!
—exclamó, mirando a la preocupada Amanda. Luego volvió a dirigirse a mí—. El
tren sale esa misma noche, así que, si no le molesta, podemos venir aquí un
rato antes así nos regala algún tema… ya sabe… de amor —sugirió sonriente y
ansioso.
—Claro,
esa es mi especialidad —finalicé con un dejo de tristeza y mis ojos clavados en
ella.
Tomé
mis cosas y me marché.
………………………
Estaba perdido.
Ya no sabía qué más hacer. ¿Debía dejarla ir, como si nada hubiera ocurrido,
para que continuara con su vida? ¿O tenía que agotar hasta la última gota de
esperanza? Bien, cualquier persona, usando un mínimo de razón, hubiera dudado,
al menos un poco. Pero, por supuesto, como ya he dicho antes, no soy de ese
tipo.
Así, pasé tres
días haciendo lo mismo. Me levantaba temprano y, sin dar vueltas, me dirigía
directo a la confitería de doña Cecilia con la esperanza de verla salir. Pero
las horas pasaban y nada podía hacer. Si no era su tía o tío, era su prima
quien no salía por nada en el mundo y sólo miraba hacia la confitería, desde la
ventana del segundo piso… Ya había pasado demasiado tiempo sin verla y mi
paciencia se agotaba. No lo pensé más: iría directamente a hablar.
Tomé mi último
sorbo de café, me levanté y saludé a doña Cecilia quien, desde hacía un largo
rato, me había estado mirando con pena y preocupación. Salí del lugar y, a
punto de cruzar la calle, pude ver cómo, al fin, su dulce rostro me observaba
desde arriba con un temor propio de la inocencia. La miré unos segundos con
profunda determinación y, sin más, me dirigí hasta su puerta. Me acomodé el
pelo, respiré profundo y, en cuanto acerqué mi mano para golpear, la puerta se
abrió un poco, dejando ver aquel ojo saltón.
—¿Ahora qué
quiere? —inquirió nerviosa.
Su ojo se movía
de un lado a otro hasta que, más tranquila, abrió al punto de dejar ver su
rostro.
—Hummm… Vengo a
hablar con Amanda. Es importante —dije, tratando de disimular los nervios.
—¿Eh? ¿Con
Amanda? —exclamó, aunque en voz baja—. ¿No se da cuenta de lo desubicado que
está siendo? Váyase, por favor. No moleste más.
Quiso cerrar la
puerta, pero la detuve. No podía dar más vueltas. ¡Al demonio con todo!
—Bien. Entonces
quiero hablar con sus padres, Juana —dije rápido. Luego, tragué saliva y dejé
actuar a mi corazón —. Quiero pedir la mano de su prima.
Mis ojos, firmes
y serios, se clavaron en los de Juana quien, callada, parecía no estar
sorprendida. Luego de un instante, volvió a hablar.
—Usted está
loco. Ella ya tiene con quien casarse y está muy feliz… Váyase de aquí, por
favor. Adiós, Ángel.
Otra vez quiso
cerrar, pero mi pregunta la detuvo al instante.
—¿Está segura de
que su prima es feliz?
Un profundo
silencio hizo que el serio y pensativo rostro de Juana fuera el protagonista de
aquella escena. Se relajó, acomodó su voz y me volvió a mirar.
—Bien. Verla
ahora es imposible. Así que, sabiendo esto, dígame qué demonios es lo que
quiere. Y sea breve… cualquiera que pase por aquí no dudará en contar esta
imprudencia a mis padres —dijo mientras miraba que no hubiera nadie detrás de
mis espaldas.
Palpé mis
bolsillos y, al notar que no tenía nada en ellos, crucé rápido a la confitería,
tomé el primer papel que encontré y escribí lo mejor que pude:
“Mañana a la medianoche. Explicación
pendiente”
Agitado, volví a
la puerta y se lo entregué a la vencida Juana.
—Por favor,
déselo. Ella entenderá.
La joven,
desconfiada, leyó el papel. Me miró furiosa, pero, a punto de regañarme, la
interrumpí suplicante.
—Por favor,
confíe en mí, Juana. Soy incapaz de perjudicarla. Créame… Se lo ruego —finalicé
con la más profunda sinceridad.
La joven me miró
una vez más y, sin decir nada, cerró definitivamente la puerta.
………………………
Bien. No volveré a hablar de mi ansiedad ni de la
necedad por la que me he caracterizado…, pero… ¡Por todos los santos! ¡A mí
sólo podían ocurrírseme esas ideas con tanto suspenso! ¿Le entregaría el papel?
¿Podría verla? ¿Me dejaría explicarle? ¿O me arrojaría cualquier cosa por la
ventana? ¡Y váyase a saber cuántas más preguntas han quemado a mi cabeza! En
fin… Tenía sólo un día y lo único que hacía era practicar frente a un espejo
todas las conversaciones imaginarias que podía tener con Amanda. Pero ¿tenía
sentido aquello? Definitivamente, no.
Vencido, me
recosté sobre la cama para relajarme y, cuando menos lo esperé, la idea llegó
fresca y pura a mi mente al ver aquellos discos de pasta que tanto amaba. No
necesitaba más nada… o casi más nada.
Sí. Sin duda
alguna, la noche sería perfecta.
………………………
Tiré una piedra
y luego otra, hasta que, finalmente, Juana abrió esquivando la última lanzada.
—¡¿Pero qué le
pasa?! ¿¡Acaso perdió la cordura!? —exclamó indignada y furiosa.
—¡Perdone,
Juana! ¡Es que pensé que no me había escuchado! —vociferé alegre.
—¡Shhhh! ¡Si
sigue haciendo este escándalo, mis padres se levantarán!
Callé y,
divertido, hice el gesto de cerrarla al modo de un cierre. Juana puso los ojos
en blancos y, despacio, llamó a su prima quien, bella, pero nerviosa, se asomó
deslumbrándome una vez más.
—Amanda…
Se hizo un
silencio.
—Hola Ángel… —saludó
poco convencida de lo que hacía.
—Recibió mi
mensaje, ¿verdad?
Levantó las
cejas, suspiró y respondió.
—Aquí estoy… —y,
a punto de que comenzara a hablar, me interrumpió seria y clara—. Pero si me he
acercado, Ángel, es simplemente para recordarle que pronto…
—No, por favor,
no hace falta. Yo solamente quiero… —decía con desesperación.
—Sí, lo sé, la
explicación, pero no creo que sea lo mejor porque…
Al instante, una
voz distinta a la nuestra interrumpió.
—¡Shhhh! ¡Pero
Dios mío! ¿Pueden hacer silencio? ¿Acaso no ven que quiero dormir en paz? —inquirió
Juana, acercándose a la ventana junto a Amanda. Luego, continuó—: Basta. Se
acabó. Baja de una vez por todas, Amanda, y termina con esto. No te va a hacer
nada y si intenta lo que tú ya sabes qué, haces con el pie lo que ya te dije…
ahí, entre las piernas, ¿sí?
No pude contener
la risa. Juana bufó, pero enseguida empujó a su prima hasta el interior del
cuarto. A los segundos, Amanda ya estaba en la puerta. Quiso hablar allí mismo,
pero una nueva intervención de su prima me ayudó a convencerla de que me
acompañara a un lugar en donde pudiéramos hablar tranquilos. Así, llegamos
hasta la puerta de mi casa. Ella me miró insegura, pero con la mirada le
expresé que podía relajarse.
—Eso sí, cierre
los ojos, Amanda. Confíe en mí.
Sonrió y, luego
de unos segundos, los cerró. Apoyé mis manos sobre sus hombros y, despacio, la
guié hasta el patio de mi hogar.
—Ahora puede
abrirlos.
Y lo hizo. Allí
estaba, con los ojos abiertos de par en par y una sonrisa propia de la
sorpresa. Y no era para menos. Con mis propias manos, había preparado —por
primera vez— una cena exclusiva para ambos. La pequeña mesa, iluminada con dos
velas, encajaba perfecta en aquel patio adornado por el antiguo aljibe y mi
infaltable vitrola. La tomé del brazo, corrí su silla y la invité a sentarse.
Estaba fascinada. Y yo también.
No hicieron
falta las palabras. Y de más está decir que no probé un solo bocado… Ver su
boca sobre aquel tenedor, su cabello apenas moverse con la brisa de la
medianoche y sus ojos… Era demasiado. Me levanté, fui hasta el aljibe y la
llamé. Me miró y, con una sonrisa dulcemente seductora, se acercó quedando sólo
a unos pocos centímetros de mi cuerpo.
—Mire, Amanda. —Señalé
a la luna—. Es noche de luna llena, ¿no es hermoso?
Sonrió una vez
más, mirando al limpio cielo de la noche… Y, sin esperarlo, me tomó, delicada y
temblorosa, la mano. Mi corazón estalló en un desenfrenado galope. Así, antes
de intentar cualquier locura, la solté por un segundo y preparé la vitrola.
Extendí mi mano y, con los ojos hundidos en los de ella, la invité a bailar, en
su versión más actual y romántica, mi más amado tema: “Moonlight Bay”…
Suavemente, su
cuerpo se fusionó con el mío y la dulce melodía guió a nuestros cuerpos en un
movimiento seductor y lento. Ella se dejó vencer y apoyó su mejilla sobre mi
pecho. Y yo… y yo no podía más.
—Ángel… ¡Su
corazón va a estallar! —dijo, haciendo resonar aquella melodiosa risa.
—Hummm… Es que
estoy un poco nervioso… ya sabe… por la explicación…
—Oh… Cierto… Le
debo una explicación por lo del otro día. Es que yo…
—¿Qué dice,
Amanda? Usted no debe explicarme nada —interrumpí, mirándola a los ojos. Luego,
estiré mi mano hasta la vitrola y tomé la flor que, hasta entonces, había
escondido —. Tome. Esta es la flor más indicada para usted, pues, para mí,
siempre fue, es y será la más bella.
Tomó la
orquídea, la acercó a su nariz y volvió a mirarme.
—Usted sí que
tiene un gusto exquisito.
La acerqué a mi
pecho y, a centímetros de su boca, afirmé.
—Sin lugar a
dudas, mi bailarina rusa.
Sus manos se
apoyaron sobre mi nervioso pecho, y su perfume se adueñó de todo mi cuerpo,
venciéndome al instante. Ya no había escapatoria. Era suyo. Sólo suyo. Aquella
tierna boca estaba quemando mis labios como nunca. Su dulzura y su sabor a miel
me hundían en un sinfín de sensaciones que, insistentes, reclamaban su compañía
por el resto de mis días. ¡Por todos los santos! ¿Cómo alguien tan frágil, y
salvaje a la vez, había sido capaz de apresar mi corazón en tan poco tiempo? No
tenía explicación racional, pues sólo pude entenderlo allí, bajo la luz de la
luna, fusionados en el más puro y pasional beso que pude alguna vez haber
tenido. Pero debía frenar… Aquel fuego me estaba consumiendo. Así, posé mis
manos sobre sus mejillas y, muy a mi pesar, retiré mis labios de los suyos para
mirarla a los ojos y volver a hablar.
—No te vayas,
Amanda. Quédate conmigo —dije, con los ojos perdidos en la pasión de nuestros
cuerpos.
Despacio, se
alejó de mí y, con los ojos llorosos, miró directo al suelo. Luego, tapó su
rostro con ambas manos para, después de unos segundos, volver a mirarme
apenada.
—Perdóneme,
Ángel. Esto… esto está muy mal. Es que yo…
No hubo remedio.
Sus ojos se llenaron de espesas lágrimas que, impetuosas, bañaron sus rosadas
mejillas. No pasó un segundo hasta que la envolví con mis brazos.
—No llores, por
favor, no llores… Lo que ha sucedido es lo más hermoso que se puede vivir… —e,
impulsivo, continué—: Cásate conmigo, Amanda.
De pronto, su
llanto cesó. Se alejó nuevamente de mi cuerpo y, con el rostro serio, dijo las
últimas palabras de la noche.
—Esto fue un
error. Le pido disculpas, señor. Que tenga buenas noches.
Y, sin darme
espacio a reaccionar, echó a correr.
No pude hacer
nada. Sus palabras me habían enterrado en las más oscuras tinieblas.
Era mi fin.
………………………
Ya era viernes.
No quería pensar en más nada; sólo en mi trompeta. Pero aquella noche había
sido demasiado. No hubo segundo del día en que no llorara. Y mi mente no había
hecho más que recordar, de forma tortuosa, aquel beso determinante en mi vida.
Como sea, lo único que esperaba es que no se acercara… estaba devastado… Y mi
alma se sentía incapaz de soportarlo…
Así, Roberto se
acercó y, una vez más, me palmeó la espalda. Era la hora.
Y todo hubiera sido normal de no
ser por aquella maldita puerta. Lentamente, se abría dando espacio para lo
último que hubiera querido ver… ¿Pero a quién quería engañar? Era ella. Mi
bailarina… Mi Amanda. Y, claro, el arrogante fortachón de los aviones a su
lado, con esa sonrisa de mequetrefe… Como pude, me tranquilicé y traté de no mirarla,
pues sabía que sus ojos se clavarían en lo míos, haciéndome cometer locuras
como ir corriendo para comerle la boca desenfrenadamente…, algo que, por
cierto, me hubiera hecho ganar varios moretones en los ojos. Así, sólo hice lo
último que quedaba a mi alcance. En cuanto terminó el tema, dejé la trompeta a
un lado, tomé a Roberto del brazo —cuyo rostro era propio de la perplejidad— y
llamé a un joven de la orquesta que también tocaba la guitarra. Les susurré a
los oídos lo que haríamos, acomodé la voz y, una vez más, el impulso de mi
corazón me llevó a actuar.
—Señoras,
señores. Antes que nada, buenas noches. —Todo el mundo en la confitería se
sorprendió—. Disculpen esta repentina interrupción, pero cuando se trata de
amor… ya saben… uno no se puede negar —expresé, clavando mis ojos en Amanda quien,
nerviosa, me miraba sin pestañar—. Es por eso que tengo el honor de dedicar el
siguiente tema, improvisado por cierto, para una joven pareja que pronto hará
honor a esta fuerza incontenible. Para Amanda y Salvador, aquí va…
Sus ojos se
llenaron de lágrimas al instante. Y su rostro, hundido en tristeza, era una
clara señal de que mi voz, cantando mi canción predilecta, la había
transportado a nuestra hermosa noche de luna llena. Sí. Sus ojos hablaban por
sí solos… Ambos estábamos en el mismo recuerdo de aquel beso que nos había
unido en el más puro de los sentimientos… Mientras tanto, nuestro querido y
corpulento aviador sonreía sin percatarse del estado de mi Amanda. Sin dudas, un
pobre hombre… En fin…
Sinceramente, no
sé qué es lo que esperaba de aquella conducta mía… Pero lo obvio sucedió.
Amanda se levantó impulsiva y, sin dar ningún tipo de explicación, se retiró
del lugar. Salvador —y gracias a los avisos de las mesas contiguas…— se retiró
sorprendido, segundos después. Ágil, quise ir tras ellos, pero la mano de
Roberto me detuvo una vez más, aunque esta vez para obligarme a quedarme allí
hasta el final del tema.
Y así fue. Sin
embargo, en cuanto terminé de saludar al público, salí corriendo lo más rápido posible.
Tenía que detenerla. Y no me importaba —aunque, en el fondo, un poco sí— si
escogía estar a mi lado; simplemente, la rescataría de hundirse en la
infelicidad con ese otro hombre. En pocas palabras —paradójicas, por cierto—,
la salvaría de Salvador.
No tenía mucho
tiempo… ¡Por todos los cielos! ¡Jamás odié tanto al reloj como en ese momento!
Desesperado, arrojé todo lo que estaba a mi alcance hacia la ventana de Juana. Grité
una y otra vez; observé más de tres veces hacia todas las esquinas por si llegaba
de algún otro lado, esperé un largo rato y, luego…, recordé que tanto ella,
como su tía y Salvador ya debían estar por tomar el tren a La Maruja. No lo podía creer. ¡Maldije
la hora en que se me ocurrió primero ir allí!
Agotado por la angustia que me generaba el
sonido de las agujas del reloj que mi propia mente creaba, me dirigí lo más
rápido posible hasta la estación… El sudor me caía por las sienes de sólo
imaginar a Amanda marchar sin retorno… Y allí estaba el tren, a punto de
partir. Corrí y corrí como pocas veces en mi vida, grité su nombre con
desenfreno estirando mis brazos, creyendo que así me escucharía, pero nada
funcionó…
El tren arrancó
y su infernal ruido tapó todos y cada uno de mis desgarradores llamados… Mi
cuerpo no lo soportó más y, vencido del dolor, se dejó caer sobre el mugriento
piso de la estación.
No quería más
nada. Sentía que nada tenía sentido en esta vida. Maldije una y otra vez hasta
el hartazgo y, sin remedio, me dormí apoyado contra una columna.
De pronto, la
luz del sol naciente acarició mis mejillas, tratando de abrir mis hinchados
ojos. Por un momento, pensé que todo lo que había vivido no había sido más que
una pesada y cruel pesadilla… Pero no, allí estaba, en la maldita estación de
tren. Y las preguntas volvieron a mi mente, ¿por qué a mí? ¿Qué había hecho
para merecer todo aquello? ¿Por qué la había conocido? ¡Por qué, por qué y por
qué! Hasta que una sombra me privó de aquella delicada luz solar que me había
vuelto a la realidad. Fregué mis ojos y traté de acomodarme, pero no podía ver
bien… Tal vez era uno de los empleados del ferrocarril o, quizá, Roberto que
venía a buscarme… Sin embargo, lentamente, la luz de aquel amanecer me permitió
distinguir aquella figura. Su dorado cabello brilló más que nunca y sus labios,
rosados como siempre, se abrieron para dar espacio a aquel sonido dulce y
reconfortante.
—¡Ángel! ¡Por
Dios! ¡Te hemos buscado por todos lados! —exclamó preocupada mientras me tomaba
del brazo para levantarme.
No. No era
posible… Amanda… Sí, Amanda estaba allí, tomándome del brazo…
—Amanda… ¿Cómo
es que… —señalé confundido hacia las vías del tren.
—Tonto. No eres
más que un tonto —repitió con una sonrisa y los ojos vidriosos.
—Te quedaste, mi
bailarina… —expresé confundido y con los ojos mirando los suyos. Luego,
impulsivo, la tomé de la cintura y la elevé, dando vueltas de la felicidad—.
¡Te quedaste, Amanda! ¡Te quedaste! ¡Yo sabía! ¡Yo sabía!
Su risa volvió a
sonar tan o más alegre como aquella vez en la noche de carnaval. Y sí. Sin
lugar a dudas, esta vez había sido la oportunidad en que más bella había
estado. Jamás olvidaría aquel rostro repleto de alegría, ni aquella carcajada
libre y natural… Jamás olvidaría aquellos ojos que, desde ese entonces hasta el
día de hoy, lo único que reflejarían sería felicidad. Jamás olvidaría a Amanda,
mi bailarina…, mi esposa.
Así, puedo decir
que el tiempo es capaz de acabar con muchas cosas, incluso recuerdos, también.
Pero nunca, por nada en el mundo, será capaz de desvanecer este tipo de memorias,
pues jamás podrá borrar lo sellado por esa fuerza más poderosa: el amor.
Escrito por Julianne May.
Cuento registrado en Safe Creative y en Derechos de Autor.
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